Democracia by Henry Adams

Democracia by Henry Adams

autor:Henry Adams [Adams, Henry]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1880-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO IX

CUANDO un hombre llega a lo más alto de la escalera política, sus enemigos se unen para derribarle. Sus amigos se vuelven críticos y exigentes. Entre los muchos peligros de este tipo que ahora amenazaban a Ratcliffe había uno que, de haberlo sabido, le habría molestado más que ninguno de aquellos que eran obra de senadores y congresistas. Carrington entró en una alianza, ofensiva y defensiva, con Sybil. Ocurrió de esta manera. A Sybil le encantaba montar a caballo y, en ocasiones, cuando Carrington tenía tiempo, la acompañaba como guía y protector en esas excursiones campestres, porque todo virginiano, por desharrapado que esté, tiene un caballo, como tiene zapatos o una camisa. En un momento irreflexivo, Carrington se vio en la tesitura de prometerle a Sybil que la llevaría a Arlington. No se daría prisa en cumplir esa promesa, porque había razones que hacían la visita a Arlington cualquier cosa salvo un placer para él, pero Sybil no atendió a excusas, de modo que una encantadora mañana de marzo, cuando los arbustos y los árboles de la plaza frente a la casa acababan de comenzar a mostrar señales bajo el cálido sol de su venidera exuberancia, Sybil permanecía junto a la ventana abierta esperándole, mientras su nuevo caballo de Kentucky, ante la puerta, demostraba lo que pensaba del retraso curvando la cerviz, sacudiendo la cabeza y pateando el pavimento. Carrington llegaba tarde, y la hizo esperar tanto que la reseda y los geranios que adornaban la ventana sufrían por su lentitud y las borlas de la cortina daban señales de un perjuicio deliberado. Sin embargo, al fin llegó, y se pusieron en camino juntos, eligiendo las calles menos atestadas de coches y carros, hasta que se deslizaron por la gran metrópolis de Georgetown y alcanzaron el puente que cruza el noble río justo donde sus osadas orillas se abren para apretar la ciudad de Washington en su natural abrazo. Luego, tras llegar al lado de Virginia, galoparon alegremente por la carretera flanqueada de laureles, con vislumbres de desfiladeros boscosos, cada uno con su saltarina corriente, rica en promesas de flores de verano, mientras captaban fugaces destellos gloriosos de la lejana ciudad y el río. Pasaron por la pequeña estación militar en la cumbre, dignificada aún con el nombre de fuerte, aunque Sybil se preguntó silenciosamente cómo era posible un fuerte sin fortificaciones, y se quejó de que su apariencia no fuera más belicosa que la de una «guardería de postes telegráficos». El día era azul y dorado, todo sonreía y destellaba en la lozana frescura de la mañana. Sybil estaba eufórica, y no le agradaba en absoluto descubrir que su compañero se volvía malhumorado y abstraído mientras marchaban. «Pobre señor Carrington —pensó—, es tan amable. Pero cuando adopta ese aire solemne más le valdría a una irse a dormir. Estoy segura de que ninguna mujer linda se casará con él mientras sea así». Y su mente práctica examinó a todas las muchachas que conocía en busca de una que pudiera emparejarse con el melancólico rostro de Carrington.



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